domingo 6 de enero de 2008

Montevideo

MONTEVIDEO (agosto de 2005) por José Carlos Rovira


La voz de Alfredo Zitarrosa, con “El violín de Becho”, sale de una de las librerías de 18 de Julio, la avenida central de Montevideo –no teman, está dedicada al 18 de julio de 1830 de allí, cuando se proclamó la Independencia-. Son sensaciones inesperadas este martes de comienzos de agosto casi primaveral, aunque el invierno frío desmienta a la primavera intempestiva en los próximos días; son sensaciones irrepetibles para reencontrarnos con un ciudad que, en algunos momentos, provoca golpes de tristeza. La avenida está llena de librerías, cervecerías –recomiendo La Pasiva-, comercios... y se puede caminar desde ella hasta la Plaza de la Independencia, centrada por la estatua ecuestre de Artigas, el libertador de la Banda Oriental del Uruguay. La gran Plaza tiene en la esquina el Palacio Salvo, el mejor exponente de una modernidad de los primeros decenios del siglo pasado, truncada por la crisis económica de los años 50 y casi aniquilada por la dictadura de los 70. El edificio es un rascacielos extraño, creado para torre de comunicaciones como contaba en su poema “Palacio Salvo” Juvenal Ortiz Saralegui en 1927: “SuperSUPER... Super.../Transmite Palacio Salvo:/ es el tango del anuncio/ de una orquesta/ de 5 músicos verdes”.
Al fondo de la Plaza está el bastidor en piedra que sostiene la antigua Puerta de la Ciudad, los casi exclusivos restos de la urbe colonial fundada en el siglo XVIII, que dan entrada a la Ciudad Vieja, que se está reconstruyendo por una administración municipal imaginativa: la ha convertido en lugar de encuentro joven, con bares y restaurantes que ocupan edificios novecentistas restaurados. La ciudad vieja ha mejorado mucho desde la última visita, se ha peatonalizado y tiene mucha más vida y menos degradación.
La recorres una mañana de domingo soleado y frío con un guía privilegiado, el cantante Daniel Viglietti, que te lleva inicialmente al mercado que está delante del Cabildo –el edificio dieciochesco emblema de la ciudad antigua-. Es un mercado donde se pueden encontrar todos los cachivaches posibles. En los puestos, cuando se detiene Daniel, todos le saludan familiarmente, pero no le abordan. El uruguayo es educado. Sólo un joven argentino se nos aproxima con unas efusivas palmadas en la espalda del cantante histórico, que acaba de editar “Devenires”, su último y excelente disco.
Entre la Puerta Vieja y la Plaza del Cabildo, el Museo Torres García es una nueva sorpresa, hay una colección antológica de este pintor, creador del Universalismo Constructivo, donde intentaba fundir lo americano con lo universal, y que es autor, entre tantas otras sorpresas, del dibujo invertido de América, en el que el Sur es el Norte, que has visto siempre en las camisetas por medio mundo.
El recorrido termina en uno de los restaurantes del Mercado del Puerto. En cualquiera de ellos, el asado es un encuentro inevitable con las mejores vacas de América y un poco de vino –el vino uruguayo ha mejorado mucho- ayuda con el memorable bife. Un cantor ambulante nos dedica “A desalambrar” y Viglietti hace con humor de segunda voz.
Un siniestro edificio al lado, inmenso y horrible, la antigua aduana, es ahora sede del Comando de las Fuerzas Armadas. Fue también centro de detención a partir del 73, cuando el ejército dio aquel golpe que estos días sigue siendo noticia dolorosa: se encuentran las primeras fosas de desparecidos en una brigada paracaidista; aparece el lugar donde enterraron a la nuera del poeta argentino Juan Gelman, que sigue con su dolor y su poesía. El Gobierno de Tabaré Vázquez, la izquierda uruguaya que es el Frente Amplio, tras ciento noventa años de gobierno de la derecha, anima esta recuperación de la memoria y sigue buscando a los responsables de los crímenes. Una parte del ejército colabora en la labor. Otra está incriminada.
Un recorrido por el Puerto, en el borde la península urbana que penetra en el Plata, permite respirar a pleno pulmón en la Dársena Sarandí. Por las callejuelas del margen izquierdo llegarás de nuevo, tras pasar por el pequeño monumento que recuerda que Lautremont nació en esta ciudad, a la Torre de los Panoramas, el lugar donde vivió y al que bautizó así Julio Herrera y Reissig, el más grande poeta, junto a Delmira Agustini, de los modernistas uruguayos.
Rodó es otra figura esencial, que reivindicaba a fines del siglo XIX la espiritualidad latina frente al materialismo de la otra América, la del Norte, desde este Sur repleto de clasicidad europea, cuyo emblema es la copia en bronce del David de Miguel Ángel, situado frente al Palacio Municipal y regalado en 1931 por el Municipio de Florencia. En los patios del Cabildo, vaciados en escayola de estatuas griegas y romanas recuerdan directamente el clasicismo espiritual de Rodó. El Parque Rodó, en el otro extremo de la ciudad, alberga uno de los museos de arte contemporáneo más interesantes.
En esta ciudad es imposible no detenerse ante un millar de cosas y es imposible no ir a contemplarla lejana desde el Cerro, donde la perspectiva adquiere brillantes visiones de conjunto. Luego, al retorno, la ciudad se tranquiliza, y un paseo hasta la cafetería Oro del Rhin es una forma de entablar diálogos en la tarde anochecida.
Montevideo me resulta sin duda una ciudad con interiores. La casa de Mario Benedetti es lugar de encuentro y pasan los días en almuerzos con el poeta: “una ciudad son sus amigos”, dijo una vez Mario. Los mediodías rituales anteceden sus visitas diarias a Luz, su esposa, hasta que Mario regrese a su casa “cuando Luz se duerma”. Hay una nueva imagen desolada y solitaria del poeta, que recupera el humor cuando su hermano Raúl cuenta disparates familiares, como aquella historia de su padre, cuando niño, vestido totalmente de rojo para que, en la casa de campo, su abuelo, el astrónomo, químico y enólogo, natural de Foligno (Italia), pudiera vigilarlo y localizarlo con un catalejo entre los prados cercanos. Reímos esta tarde en la que me ha regalado su último libro, todavía no aparecido en España, “Adioses y bienvenidas” (Seix Barral de Buenos Aires). Mario escribe mucho, algunos piensan que excesivamente. Escribió durante años, desde el exilio principalmente, como forma de supervivencia; ahora lo hace, como dice en este libro, “como válvula de escape”.
Hay tristeza en estas páginas. Aprendí la ciudad antes de conocerla en su relato “Geografías” –dos exiliados juegan desde París a recordar detalles de la ciudad lejana-; aprendo ahora, con el nuevo libro, otra ciudad en la que las calles conducen a la nada, donde “los zaguanes bostezan/ las ventanas entornan sus postigos/ hay mendigos y guitarras que duermen/ niños de ojos brillantes y azorados/ esquinas de silencio y padeceres”. La ciudad recupera su desarmonía esencial.
Concluimos los días con una conferencia mía y un recital de Mario en la Universidad de la República, organizadas por la Cátedra de Derechos Humanos. Comienzo con una broma suya antigua: “a lo mejor, tratándose de Mario Benedetti, sería mejor que hablásemos de Izquierdos Humanos...”. Mario sonríe, evoca agradecido el reciente reconocimiento en España –el Premio Menéndez Pelayo-, habla del tiempo de esperanzas que vive Uruguay, recuerda Alicante, ciudad a la que desde 1990 vino casi todos los años (menos el pasado cuando volvió deprisa a Montevideo por la salud de Luz), recuerda que “Alicante fue mi segunda casa”. Lee finalmente “Zapping de siglos”, el poema de su Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Alicante. Nos despedimos. Me doy cuenta de que, en esta ciudad, prefiero las bienvenidas a los adioses.


José Carlos Rovira
(agosto de 2005)

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viernes 2 de noviembre de 2007

México DF

La terraza de la sexta planta del Hotel Majestic, en el zócalo, es un observatorio privilegiado para mirar la vida de la Plaza central de México DF. La plaza es la de la Catedral y el Palacio de gobierno, la de un mástil inmenso con una bandera excesivamente grande, la que transitan algunos indios con danzas al sonido de los atabales, la que permite desde su atalaya la mirada casi a la misma altura de las torres de la catedral, el más grande edificio de la cristiandad americana.

Al lado de ésta, las ruinas del templo mayor azteca, dominadas por el museo del Templo, son el ejemplo de lo que pasó allí mismo a partir de 1521: una parte de las piedras de la catedral proceden claramente de aquellas ruinas. Mi amigo Georges Baudot contaba en serio que, en el interior de la catedral, estaban emergiendo las ruinas del templo mayor y eso provocaba su desequilibrio, los andamios metálicos en toda su estructura, el pavimento levantado, un péndulo desplazadísimo en su centro, y decía Georges seriamente que la verdadera venganza de Moctezuma no era el “mal colítico” que sufren los extranjeros de flora intestinal débil, sino esa emergencia del templo mayor en el interior del templo católico. Era una broma contada con seriedad. Baudot, que falleció hace cuatro años, no tuvo tiempo de comprobar que la venganza de Moctezuma se ha detenido momentáneamente y ya se puede pasear sin mareos y sin andamios por el interior de la iglesia.

La interpretación mítica de aquello tiene un elemento que contradice la realidad. Es que estamos en el centro de la laguna. Pero en la ciudad de México la realidad contradice casi todo. Estamos en el centro de “la región más transparente del aire” que fue motivo de definición de la ciudad para Alfonso Reyes, el más brillante intelectual mexicano del siglo pasado, cuando escribió en 1915 su Visión de Anáhuac. Su descripción de la belleza de la ciudad sobre la laguna, se contradijo años después en su retractación llamada Palinodia del polvo: es que el polvo envolvía ya la ciudad que hoy es una de las de mayor contaminación del mundo, además de ser una megalópolis de casi veinte millones de habitantes.

Pero no desista el viajero de vivir en ella, de recorrerla minuciosamente, de transitar sus lugares y sus emblemas. Saliendo de la Plaza Mayor por la larga Tacuba –una de las antiguas calzadas aztecas- llegaremos al Palacio de Bellas Artes, un neoclásico grandioso de la época del porfiriato –entre el XIX y el XX, Porfirio Díaz- y andando un poco más al paseo de la Alameda. Pero la ciudad, con sus setenta por cuarenta kilómetros de mancha urbana, se debe recorrer en un metro atestado o en unos taxis -verdes escarabajos que produjo la volswaguen mexicana- que aún resultan económicos.

La plaza de Tlatelolco

El taxi nos ha llevado ahora mismo a la plaza de Tlatelolco, otro emblema de la historia de la ciudad, la llamada también Plaza de las “tres culturas”. Otras ruinas de templo azteca, otra iglesia, Santiago Tlateloco, del siglo XVI, bellísima, levantada sobre éstas, y los edificios modernos, altos, compactos, que rodean la plaza. Un letrero que da entrada al viajero: “El 15 de agosto de 1528 heroicamente defendido por Cuathemoc cayó Tlateloco en poder de Hernán Cortes. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. En Tlateloco hay más inscripciones: hay una lápida con un poema de Rosario Castellanos que conmemora la matanza de la plaza de las tres culturas, la noche de Tlatelolco, una masacre de estudiantes que diseñó en 1968 el gobierno de Díaz Ordaz para que éstos entendiesen que no era bueno manifestarse en tiempos de Olimpiadas en la ciudad. Los sicarios de gobierno cometieron la torpeza de herir con sus balas a la periodista italiana Oriana Fallaci, que pudo contar todo al mundo desde el hospital en los días siguientes. Elena Poniatowska, la mejor narradora mexicana de parte del siglo pasado y desde luego de los años de éste, dejó testimonio en su estremecedor libro La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral. Pero me estoy yendo de la ciudad a su historia.

Coyoacán y otros sitios

Y nos quedan medio millar de recorridos: tardes en Coyoacán, uno de los barrios más vivideros, en cuya plaza observabas a los payasos y a las estudiantinas –nuestras tunas- que decían que eran cantores de la tierra, no lusitana, sino mexicana y cantaban las grandezas del pasado colonial; algún recorrido nocturno por la Plaza Garibaldi donde saludabas divertido a los mariachis que te pedían pesos y no la mano firme de los saludos y donde el Tenampa era el refugio acanallado (aunque turístico) donde José Alfredo Jiménez (que no estaba cuando estuviste por primera vez, porque se había muerto veinte años antes) cantaba desgarrado una y otra vez aquello de “pero sigo siendo el rey”; o el refugio de la pequeña iglesia del entorno del barrio de San Ángel donde, a pesar de tu ateísmo, te refugiabas del tráfico del mercado, con serenidad, para meditar sobre la vida de la ciudad poco vivible; el castillo de Chapultepec con la historia de aquellos jóvenes cadetes inmolados durante la invasión norteamericana de mediados del XIX; el Museo de Antropología donde te interesó sobre todo el palo volador de la entrada, voladores de Papantla, que a veces en sueños recosntruyes colgado y en descenso circular; o el recuerdo de la poesía de Homero Aridjis, que recitaste en las ruinas de Teotihuacan –a cuarenta kilómetros al norte del DF- cuando decía:

Muertos los dioses y deshechas sus obras
los siglos al final se hacen palabras
ruinas mordidas por la luz y el viento
y el hombre en su agonía no sabe
hacia dónde reclinar la cabeza
ni con qué voces dirigirse a la muerte
mientras por el valle desolado sólo pasa
el más inasible de los dioses del aire...


José Carlos Rovira

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