viernes 2 de noviembre de 2007

México DF

La terraza de la sexta planta del Hotel Majestic, en el zócalo, es un observatorio privilegiado para mirar la vida de la Plaza central de México DF. La plaza es la de la Catedral y el Palacio de gobierno, la de un mástil inmenso con una bandera excesivamente grande, la que transitan algunos indios con danzas al sonido de los atabales, la que permite desde su atalaya la mirada casi a la misma altura de las torres de la catedral, el más grande edificio de la cristiandad americana.

Al lado de ésta, las ruinas del templo mayor azteca, dominadas por el museo del Templo, son el ejemplo de lo que pasó allí mismo a partir de 1521: una parte de las piedras de la catedral proceden claramente de aquellas ruinas. Mi amigo Georges Baudot contaba en serio que, en el interior de la catedral, estaban emergiendo las ruinas del templo mayor y eso provocaba su desequilibrio, los andamios metálicos en toda su estructura, el pavimento levantado, un péndulo desplazadísimo en su centro, y decía Georges seriamente que la verdadera venganza de Moctezuma no era el “mal colítico” que sufren los extranjeros de flora intestinal débil, sino esa emergencia del templo mayor en el interior del templo católico. Era una broma contada con seriedad. Baudot, que falleció hace cuatro años, no tuvo tiempo de comprobar que la venganza de Moctezuma se ha detenido momentáneamente y ya se puede pasear sin mareos y sin andamios por el interior de la iglesia.

La interpretación mítica de aquello tiene un elemento que contradice la realidad. Es que estamos en el centro de la laguna. Pero en la ciudad de México la realidad contradice casi todo. Estamos en el centro de “la región más transparente del aire” que fue motivo de definición de la ciudad para Alfonso Reyes, el más brillante intelectual mexicano del siglo pasado, cuando escribió en 1915 su Visión de Anáhuac. Su descripción de la belleza de la ciudad sobre la laguna, se contradijo años después en su retractación llamada Palinodia del polvo: es que el polvo envolvía ya la ciudad que hoy es una de las de mayor contaminación del mundo, además de ser una megalópolis de casi veinte millones de habitantes.

Pero no desista el viajero de vivir en ella, de recorrerla minuciosamente, de transitar sus lugares y sus emblemas. Saliendo de la Plaza Mayor por la larga Tacuba –una de las antiguas calzadas aztecas- llegaremos al Palacio de Bellas Artes, un neoclásico grandioso de la época del porfiriato –entre el XIX y el XX, Porfirio Díaz- y andando un poco más al paseo de la Alameda. Pero la ciudad, con sus setenta por cuarenta kilómetros de mancha urbana, se debe recorrer en un metro atestado o en unos taxis -verdes escarabajos que produjo la volswaguen mexicana- que aún resultan económicos.

La plaza de Tlatelolco

El taxi nos ha llevado ahora mismo a la plaza de Tlatelolco, otro emblema de la historia de la ciudad, la llamada también Plaza de las “tres culturas”. Otras ruinas de templo azteca, otra iglesia, Santiago Tlateloco, del siglo XVI, bellísima, levantada sobre éstas, y los edificios modernos, altos, compactos, que rodean la plaza. Un letrero que da entrada al viajero: “El 15 de agosto de 1528 heroicamente defendido por Cuathemoc cayó Tlateloco en poder de Hernán Cortes. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. En Tlateloco hay más inscripciones: hay una lápida con un poema de Rosario Castellanos que conmemora la matanza de la plaza de las tres culturas, la noche de Tlatelolco, una masacre de estudiantes que diseñó en 1968 el gobierno de Díaz Ordaz para que éstos entendiesen que no era bueno manifestarse en tiempos de Olimpiadas en la ciudad. Los sicarios de gobierno cometieron la torpeza de herir con sus balas a la periodista italiana Oriana Fallaci, que pudo contar todo al mundo desde el hospital en los días siguientes. Elena Poniatowska, la mejor narradora mexicana de parte del siglo pasado y desde luego de los años de éste, dejó testimonio en su estremecedor libro La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral. Pero me estoy yendo de la ciudad a su historia.

Coyoacán y otros sitios

Y nos quedan medio millar de recorridos: tardes en Coyoacán, uno de los barrios más vivideros, en cuya plaza observabas a los payasos y a las estudiantinas –nuestras tunas- que decían que eran cantores de la tierra, no lusitana, sino mexicana y cantaban las grandezas del pasado colonial; algún recorrido nocturno por la Plaza Garibaldi donde saludabas divertido a los mariachis que te pedían pesos y no la mano firme de los saludos y donde el Tenampa era el refugio acanallado (aunque turístico) donde José Alfredo Jiménez (que no estaba cuando estuviste por primera vez, porque se había muerto veinte años antes) cantaba desgarrado una y otra vez aquello de “pero sigo siendo el rey”; o el refugio de la pequeña iglesia del entorno del barrio de San Ángel donde, a pesar de tu ateísmo, te refugiabas del tráfico del mercado, con serenidad, para meditar sobre la vida de la ciudad poco vivible; el castillo de Chapultepec con la historia de aquellos jóvenes cadetes inmolados durante la invasión norteamericana de mediados del XIX; el Museo de Antropología donde te interesó sobre todo el palo volador de la entrada, voladores de Papantla, que a veces en sueños recosntruyes colgado y en descenso circular; o el recuerdo de la poesía de Homero Aridjis, que recitaste en las ruinas de Teotihuacan –a cuarenta kilómetros al norte del DF- cuando decía:

Muertos los dioses y deshechas sus obras
los siglos al final se hacen palabras
ruinas mordidas por la luz y el viento
y el hombre en su agonía no sabe
hacia dónde reclinar la cabeza
ni con qué voces dirigirse a la muerte
mientras por el valle desolado sólo pasa
el más inasible de los dioses del aire...


José Carlos Rovira

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